“Nada puede ser una obra de arte que no sea útil; es decir, que no anime al cuerpo cuando está bajo el buen control de la mente; o que no inspire, calme o eleve la mente a un estado saludable “.

William Morris, 1879.

 

Si acostumbras visitar museos, habrás notado que en algunos hay bancas para sentarse. No son muchas generalmente – siempre he pensado que podría haber más- pero están colocadas en lugares estratégicos. Los museógrafos las ubican en donde han detectado que los visitantes hacen su paso más lento y tienden a quedarse más tiempo. En esos puntos específicos casi siempre encontraremos obras de arte que llaman a la contemplación prolongada. Las bancas están ahí para ellos.

Cerebro conectado al Arte. Fotografía ©Marco Serrot.  Musée du Louvre.

Algunas veces las bancas son para cosas más importantes.  Fotografía ©Marco Serrot.  Musée du Louvre.

Visitar museos es para mí un rito imperdible cuando viajo al extranjero. Mi más frecuente destino ha sido sin duda el Museo de Louvre en Paris. Mi relación Louvre empezó hace varios decenios. En ese entonces cada visita me parecía mi primera vez. Visitar y revisitar las salas se fundía y se confundía en una sola experiencia acumulativa.

El siglo 21 trajo algo nuevo y no necesariamente positivo para mi museofilia. Inesperadamente cambió la dinámica. Hoy hay una escena recurrente, cotidiana: multitudes que avanzan por los pasillos como lava de un volcán, lenta e incontenible, en busca de su objetivo. Los visitantes avanzan ciegos para culminar una peregrinación que pudo haber iniciado al otro lado del mundo. Se siguen unos a otros sin importarles no ver nada a su alrededor. La serpenteante marabunta humana avanza por el pasaje Denon en el primer piso del museo buscando lo que la trajo a Louvre - tal vez lo que la trajo a París.

Al acercarse al recinto final, el murmullo se torna en ruido intenso y se elevan por todos lados telescópicas extensiones con iPhones en su extremo. Quienes están desprovistos de ellas estiran sus brazos hacia lo alto con celular en mano. Algunos descubren que sus hijos pueden servir de extensión y los sientan sobre sus hombros para lograr a lo que vinieron, la captura digital de la pintura más famosa del mundo en el museo más visitado del mundo.

Selfies con la Mona Lisa.  Fotografía © Marco Serrot.  Musée de Louvre

El fenómeno es conocido y su patogénesis con sus complejos elementos culturales, sociológicos y mercadológicos también lo es. De los diez millones de visitantes de Louvre registrados cada año, ocho millones solo harán este recorrido específico y abandonarán el museo sin haber reparado en las otras 35,000 obras de arte en exhibición.

El fenómeno es interesante, pero pronto se vuelve irritante y si como a mí, a ti te gusta ser una observadora de las cosas observables, tu espíritu investigativo descubrirá la presencia discreta de personas que se apartan del tumulto para encontrárselas sentadas en una de esas bancas de museo que hablamos. Las verás pasmadas, absortas, entregadas totalmente a la contemplación de un lienzo de tela untada con mixturas pigmentarias oleosas hace decenios o incluso centurias.

Algunas personas son obviamente estudiosos del arte, pero otras muchas -más quizás- parecen ser observadoras ocasionales. Su habitus exterior sugiere que se trata de turistas a quienes el tema y autor de la obra revelan ningún significado. Sin embargo, la luz natural que ha entrado a la sala y se refleja en la pintura, atraviesa sus pupilas y registra un patrón de forma y color que magistralmente el artista creó sobre el lienzo y que se reproduce en forma invertida en sus retinas. Una poderosa conexión se ha establecido entre la creación del artista y el cerebro y mente del observador.

El fenómeno es complejo, pero cada vez la ciencia lo entiende mejor. Hoy en día sabemos que la experiencia estética ocurre cuando imágenes con ciertas características activan varias regiones del cerebro en donde está presente una molécula que se ha convertido en una celebridad: La dopamina.

Su relevancia es merecida. Esta molécula participa en actividades y comunicación neuronal que sin duda tienen mucho que ver con hacer a los humanos lo que somos. A pesar de que su nombre ha sido mal usado y abusado en muchas formas por pseudociencia de moda, su relevancia científica es capital.

La Dopamina es un neurotransmisor del grupo químico conocido como catecolaminas. Nuestro propio cuerpo produce la molécula. El aparato digestivo reduce alimentos ricos en proteínas separándolos en sus componentes más pequeños.

La dopamina es un neurotransmisor, un miembro del grupo químico conocido como catecolaminas. Nuestros propios cuerpos producen la molécula. El aparato digestivo reduce alimentos ricos en proteínas separándolos en sus componentes más pequeños llamados aminoácidos. Entre ellos se encuentra la tirosina, que luego es transportada por el torrente sanguíneo al cerebro y se transforma allí en la dopamina.

El pequeño subgrupo de neuronas que utilizan la dopamina para conectarse con el resto del cerebro forma varias redes neuronales. Tal vez la más conocida es la vía mesolímbica. Es el sistema de recompensa y motivación del cerebro y está ubicada en el mesencéfalo con extensiones al prosencéfalo y los lóbulos frontales.

Cuando estas neuronas se activan, liberan la dopamina que activa neuronas vecinas para regular nuestro estado de ánimo y recompensan nuestra atención. Es el motor microscópico detrás de las pasiones macroscópicas de nuestra especie: impulsa la curiosidad, produce placer, bienestar y ese comportamiento exclusivamente humano: la contemplación estética.

Sinapsis dopamínica. Ilustración por Marco Serrot ©